17.53 No es banal ocuparnos de las patrióticas negociaciones que Juan Manuel de Rosas sostuvo con las poderosas potencias agresoras en 1845 en estos tiempos en que también debemos enfrentar acuerdos con el FMI y acreedores privados en los que se impone sostener los intereses nacionales tantas veces bastardeados por negociadores compatriotas, los deletéreos “socios interiores”, al servicio de intereses ajenos a los que hacen al bienestar de nuestro pueblo.
El 2 de julio de 1846, el barco que conducía al enviado británico Thomas Hood, cuyo sugerente nombre era “Devastation”, atracó en el puerto de Buenos Aires. La Corona británica lo había designado para lograr un acuerdo lo más digno posible con Rosas y así retirarse de esa Guerra del Paraná tan desafortunada que había comenzado con el combate de la “Vuelta de Obligado”.
Las condiciones que traía en su maletín eran:
1. Rosas suspendería las hostilidades en la Banda Oriental, que desde hacía años sitiaba para recuperar esa riquísima provincia que tan desaprensivamente los unitarios rivadavianos habían entregado obedeciendo los designios de Gran Bretaña.
2. Se desarmarían en Montevideo las legiones extranjeras (sobre todo francesas y mercenarias) que se oponían al sitio de la Confederación. Francia consideraba a la banda Oriental como un “protectorado” propio.
3. Se retirarían las divisiones argentinas del sitio.
4. Efectuado esto se levantaría el bloqueo británico al puerto de Buenos Aires, devolviendo la isla de Martín García y los buques secuestrados “en lo posible en el estado en que estaban”. Entre ellos estaba la apresada escuadra capitaneada por el almirante Brown.
5. Se reconocería que la navegación del Paraná era exclusivamente argentina “en tanto que la República continuase ocupando las dos riberas de dicho río”.
6. Habría amnistía general en Montevideo, debiendo excluirse a “los emigrados de Buenos Aires cuya residencia en Montevideo pudiese dar justas causas de queja”, en referencia a los unitarios que habían colaborado con la intervención europea.
7. Sería desagraviado el pabellón argentino con 21 cañonazos.
Era una claudicación británica, lisa y llana. Poco y nada quedaban de los presuntuosos ultimátums subrayados por cañonazos de meses atrás.
Pero Rosas exigió que el bloqueo se levantase sin esperar el desarme de las legiones extranjeras y el consiguiente retiro de la división argentina. Entendía además que la frase “en tanto la República continuase ocupando las dos riberas de dicho río” encerraba la posibilidad de una inaceptable independencia entrerriana, lo que había sido una de las intenciones de la invasión de las armadas anglofrancesas. También argumentó que el acuerdo debía ponerse a consideración del general Oribe, presidente uruguayo según la Confederación, de quien las fuerzas argentinas serían solo “auxiliares”.
Hood aceptó las imposiciones argentinas y el 18 de julio se firmó un acuerdo que el Restaurador reivindicaría en cada una de las futuras negociaciones con las naciones europeas. Francia rechazó el acuerdo, que demasiado se parecía a una rendición, acosada por reproches de los chauvinistas del Parlamento que no aceptaban la humillación sufrida. Todavía les dolía el fracaso del bloqueo al puerto de Buenos Aires en 1838. Gran Bretaña fue solidaria con su aliada.
Decidieron entonces probar con sus mejores diplomáticos: Londres eligió a John Hobart Caradoc, barón de Howden, miembro distinguidísimo de la Cámara de los Pares; por Francia iría nada menos que Alejandro Florian Colonna, conde de Walewski, hijo de Napoleón el Grande.
Arribados al Río de la Plata en mayo de 1847 anuncian al canciller de la Confederación, Felipe de Arana, que han viajado para poner en vigencia las bases Hood adaptadas a las formalidades de estilo de la diplomacia europea. Pero Rosas desconfía. Cuando le son presentadas las actas reacciona con furia: “Los proyectos dirigidos por SS.EE. los señores ministros diplomáticos están tan alejados, son tan diferentes de las bases Hood, como el cielo lo es del infierno”.
El protagonismo de los diplomáticos europeos lo asumiría el barón Howden. Se propuso causar una buena impresión en los porteños por su informalidad y franqueza organizando cabalgatas a Santos Lugares acompañando a Manuelita Rosas y vistiéndose como paisano con poncho y sombrero de ala corta. Montaba caballos con la marca del Restaurador que ensillaba con recado y apero criollos. Manuelita había ya desempeñado tareas de seducción en beneficio de estrategias de su padre. Así lo había hecho antes con el embajador francés Mandeville, esposo de Mariquita Sánchez, durante el bloqueo de 1838 y lo haría ahora con el barón. Lo de Howden fue un auténtico “flechazo” y no tardó en convertirse en el cotilleo de Buenos Aires. El 24 de mayo de 1847, cuando ella cumplió treinta años, le dirigió una ardiente nota: “Este día jamás se irá de mi memoria ni de mi corazón”. Los exiliados en Montevideo y los opositores en tierra argentina seguían con comprensible inquietud los avatares del romance entre la “princesa federal” y el barón inglés.
Las negociaciones no avanzaban porque detrás de la falacia del “lenguaje diplomático” Inglaterra y Francia no eran garantes de la independencia del Uruguay, lo que para el acertadamente suspicaz Restaurador significa ba que muy pronto se reanudarían los intentos de anexión por parte de Brasil. Tampoco aceptaba suprimir el desagravio al pabellón argentino, “estipulación esencial porque a ese saludo circunscribía el gobierno argentino las satisfacciones debidas al honor y soberanía de la Confederación ultrajada por una intervención armada que capturó en plena paz la escuadra argentina, se posesionó por la fuerza de sus ríos, invadió el territorio y destruyó vidas y propiedades en una serie de agresiones injustas”, como escribiría el muy elogiable Arana.
Otro punto clave: que se mencionara expresamente el rechazo a la posibilidad de una independencia de la República de la Mesopotamia (las Misiones, Entre Ríos y Corrientes), uno de los objetivos de la invasión, sin escaparse con la frase “ley territorial de las naciones”. De ser ciertas las necias afirmaciones de quienes devalúan la gesta de Obligado y sostienen la teoría de la derrota nuestra, Argentina hubiera perdido el territorio de las provincias litorales. ¿Fue casualidad que años antes esos fueron los “Pueblos Libres” federales de Artigas que tanta inquietud trajeron a los unitarios porteños?
El 28 de junio, Rosas dio por terminadas las negociaciones por tratarse de temas gravísimos donde no podía andarse con “medias tintas”. No pareció casualidad entonces que el romántico ardor de Lord Howden se fuera calmando poco a poco y cuando, fracasada su misión pacifista, abandonó Buenos Aires el 18 de julio escribió a Manuelita desde el “Raleigh” una cariñosa carta de despedida, en la que la nombraba como “mi vida, mi buena y querida y apreciada hermana, amiga y dama”.
Inglaterra, ansiosa ya por terminar con el bochorno internacional insiste y tiempo después envía al prestigioso diplomático Henry Southern. Rosas, escaldado y deseoso de fijar sin rodeos las condiciones de lo que es indisimulablemente una capitulación enemiga, se niega a recibirlo hasta tener claras sus intenciones. Ello provocaría la indignación del primer ministro inglés Lord Aberdeeen el 22 de febrero de 1850 ante el Parlamento:
“Hay límites para aguantar las insolencias y esta insolencia de Rosas es lo más inaudito que ha sucedido hasta ahora a un ministro inglés. ¿Hasta cuándo hay que estar sentado en la antesala de este jefe gaucho? ¿Habrá que esperar a que encuentre conveniente recibir a nuestro enviado? Es una insolencia inaudita”. Como si don Juan Manuel hubiera leído a Clemenceau: “Hay que hacer la guerra hasta el fin, el verdadero fin del fin”. Finalmente, mister Southern y el Restaurador firmarán el acuerdo que aceptaba todas las exigencias argentinas. Era la definitiva rendición.
Ante la emoción de porteñas y porteños apiñados en la ribera las naves de guerra enemigas se alejaron del río de la Plata saludando al pabellón de la Confederación Argentina con veintiún cañonazos. No estaría mal que al final de las negociaciones con el FMI, de marchar como esperamos, vuelvan a dispararse los veintiún cañonazos. (Página 12)