Varias discusiones compartían la mesa del boliche a la hora del ajenjo y los golpes de la mura. El pueblo había crecido mucho; en 32 años había pasado de un centenar a más de 8.000 habitantes. Los contactos en las esferas decisivas habían logrado varias vías férreas, acopios de cereales, grandes almacenes y, por supuesto, la infaltable controversia entre radicales y conservadores. La conducción política de la época se ejercía por la Comisión de Fomento, cuyos titulares eran José Avanthay, Cristóbal Bollinger y Luis Tettamanti, en los primeros años del siglo XX.
Las discusiones habituales rondaban sobre la necesidad de implementar el riego, ya que la multiplicación de carruajes y los primeros automóviles hacían irrespirables las calles y paseos. Además, la seguridad debía intensificarse ante el cuatrerismo y los robos de gallinas, para lo cual los pobladores habían resuelto armarse y montar guardia por sí mismos. Mientras tanto, desde las esferas políticas y sociales se estimaba que el pueblo ya tenía los méritos suficientes para ser ciudad. Un grupo de ciudadanos, cuyo denominador común era ser radicales, emprendieron las gestiones ante el gobernador Manuel Menchaca, a través de su ministro de Gobierno Antonio Herrera, demostrando que la mayoría de los rafaelinos querían la declaratoria de ciudad. Sin embargo, mayoría no es unanimidad, de modo que había que demostrar con números concretos lo que aparecía como verdad empírica.
El gobernador Menchaca nombró a una comisión para organizar el censo, integrada por Carlos Bonazzola, José Martinetti, José María Podio, Calesancio Stoffel, con el escribano Manuel Giménez como certificante y bajo la dirección de Juan Andrés Fernández. Conocido esto, un grupo de opositores, cuyos nombres no han quedado en la historia, salieron por calles y campos para convencer a los rafaelinos que no era conveniente pasar de pueblo a ciudad. Cuidando de no cruzarse, los oficialistas se distribuyeron por cuanto sitio poblado encontraron, rural o urbano, para lograr el número deseado, con acusaciones cruzadas que no lograron variar el resultado. La nómina final sumó 8.422: estaba superada la base de ocho mil para aspirar al nuevo status. La discusión de los boliches no cesó ante ninguna evidencia. "¿Para qué si así estamos bien? Quieran prenderse con más cargos; ya van a ver cuando lleguen más impuestos para mantener políticos" y otras expresiones por el estilo que saltaban de un argumento a otro.
Nada impidió que el trámite siga su curso y, sobre fines de 1912, concretamente el 31 de diciembre, el gobernador Menchaca, después de los considerandos de práctica, decreta; Art. 1º) Elévase a Rafaela a la categoría de ciudad; art. 2º) Dese cuenta oportunamente a la Honorable Legislatura, comuníquese a quien corresponda e inscríbase en el Registro Oficial.
Las discusiones no terminaron allí, sino que más bien se intensificaron, porque debía llamarse a elecciones para el primer Concejo Deliberante. La campaña volvió a las visitas domiciliarias de unos y otros. El radicalismo de Menchaca había vencido pocos meses antes, así que llevaba las de ganar, pero: 1) Sólo votaban los mayores varones; 2) El voto no era obligatorio; 3) El Intendente era designado por el Gobernador y los candidatos a concejales no tenían tiempo para darse a conocer. Otro de los factores que se asemejaban mucho a la indiferencia, fue que la práctica de la democracia no estaba suficientemente arraigada entre los inmigrantes, procedentes de una Europa dominada por sistemas imperiales, de la realeza y otros sistemas autoritarios que hacían vislumbrar el estallido de la primera gran guerra. Con estas limitantes, los votos sumaron pocos más de doscientos, con los que el primer Concejo fue integrado por Nicolás Gutiérrez, Eduardo Chiarella, Carlos Mognaschi, Antonio Cossettini y Emilio Galassi.
Se notó desde el comienzo una particular algarabía en la nueva ciudad, por lo que se citó a las entidades de ese momento para que, en el salón de la Sociedad Rural, se decidiera el programa de festejos. Allá fueron: el jefe político Juan Beaupuy, los presidentes del Centro Unión Dependientes, de la Sociedad Española, de la Sociedad Obrera, del Tiro Federal, de la Sociedad Rural, de la Sociedad Italiana, de la Sociedad de Beneficencia y, claro está, el que ejercía el cargo de presidente de la Comisión de Fomento hasta asumir como intendente, el escribano Manuel Giménez. Este último, que debía prever el presupuesto para la celebración, fue un espectador privilegiado de las discusiones que se originaron, entre los que se inclinaban por una fiesta popular amplia y gratuita, los que abogaban por una serie de actos formales y los que proponían una mezcla de almuerzo de etiqueta en el Club Social y otro almuerzo popular en lugar a designar. No hubo acuerdo inmediato, salvo en el reparto de golosinas entre los niños y los disparos de bombas a la salida del astro rey, como todo festejo que se precie. También se decidió encomendar la construcción un gran arco en la cabecera de lo que es hoy la avenida Lehmann. Lo demás, incluido presupuesto, obsequios, alojamientos y diversos gestos a tono con la celebración, pasó a cuarto intermedio, mientras se gestionaba apoyo de la Provincia. Finalmente se llegó a un acuerdo negociado para que la nueva ciudad tenga el merecido festejo en su nacimiento, honras a su patrono San Rafael, además de los disparos de bombas a la salida del sol.
Fiel a la tradición de competencia, rivalidad y ruptura, la banda de música "La Garibaldina" se había dividido, dando origen a la Banda del Centro Obrero, una rivalidad que duró diez años. Afortunadamente, la división finalizó con un acuerdo de partes y quedó unificada bajo el nombre de "La Garibaldina", que tuvo a su cargo los himnos y fanfarrias a tono con la solemnidad. Esta misma banda, poco tiempo después, pasó a ser la Banda de Música Municipal.
La infaltable diferencia de clases también era motivo de discusiones en tiempos del nacimiento de la ciudad, cuando los consumidores advirtieron un aumento arbitrario en los precios de los artículos de primera necesidad, o sea un concepto histórico de inflación. Alejandro Tranier fue el promotor de la incursión en el cooperativismo, quien, con numerosas adhesiones, encabezó el grupo creador de la Sociedad Cooperativa de Consumos Generales, con la misión de eliminar en todo lo posible la intermediación y conectar directamente al productor con el consumidor. Esta cooperativa derivó luego en la Sociedad Anónima General de Consumos de Rafaela, luego supermercado y transformaciones posteriores.
El estilo activo, cargado de objeciones, propuestas y su correlativa discusión, se refleja en la cantidad de medios periodísticos que surgieron a partir de los primeros años del siglo; el rafaelino podía optar entre El Bien Público (1900), El Obrero (1901), Tribuna Libre (1903), Tribuna (1906), Il Grillo, en italiano (1909), El Defensor (1911), Il Bersagliere, en italiano (1911), La Patria (1912), El Pueblo (1913), El Independiente (1913), Luz y Sombra (1913).
El espíritu competitivo reinó sobre las actividades cotidianas desde los primeros inciertos días de 1881 hasta el ascenso institucional de categoría. Rafaela se hizo cargo de un liderazgo regional que significó una marca más intensa en el mapa, más aún que su ciudad madre, Esperanza, que nunca pudo superar la absorción de la capital santafesina. Los 110 años que pasaron desde aquel 26 de enero jubiloso, no han traicionado el criterio casi aislante de una vida ciudadana que se ha propuesto mucho y ha logrado tanto. Sin chauvinismo, pero con el amor de la patria chica como si fuera denominación de origen, Rafaela sigue discutiendo cada día la forma de contribuir al bienestar común y al crecimiento contínuo.
(Algunos datos fueron tomados de la "Historia de Rafaela", de Adelina Bianchi de Terragni y de investigaciones de la profesora Viviana Bai, a quienes agradezco)