Las reformas que la denominada "ley ómnibus" intentó imponer a la regulación de la ley de fomento de cine provoca una polémica que sacó de foco el tema central –la necesidad de modernizar el actual sistema– y expandió diversos errores conceptos.
La matriz de la ley actual (17.741) es de 1.968 dictada durante el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía Luego, varias leyes sancionadas en democracia, especialmente la 24.377 promulgada en 1994 durante el primer gobierno de Carlos Menem y decretos y resoluciones intentaron modernizarla pero resulta un sistema complejo, de deficiente técnica legislativa, sólo asequible para expertos.
Las reformas que se incluyeron en ese hasta ahora fracasado proyecto no atacan esa deficiencia sino que la agravan, pues no proponen modificaciones sustanciales que permitan avizorar la mejora del sistema. Como la ley apareció sin debates previos ni motivos expresos que la justifiquen ignoró los proyectos que el sector había elaborado para una reforma total del régimen de fomento y las opiniones de expertos en igual sentido.
La Argentina no necesita una reforma legislativa sino una nueva legislación que fomente una actividad que se ha transformado en sus formas de producción y difusión, que ha agregado nuevos agentes a su campo y generado una relación muy diferente con la población.
Audiovisual en conjunto
Se necesita una ley que fomente el audiovisual en su conjunto, incluyendo al cine destinado a las salas y a todas las obras que llegan al público a través de las nuevas ventanas de exhibición. Como expresó en un reciente reportaje el titular del ente uruguayo de promoción del audiovisual, Facundo Ponce de León, ya hablamos de universos narrativos que se construyen con obras de diferentes formatos (películas, miniseries, video juegos, entre otras).
Pero es una maliciosa falacia sostener que el cine argentino se produce y difunde internacionalmente "con el hambre de miles de niños". El audiovisual argentino no se fomenta con fondos que se extraen al presupuesto público sino con impuestos de "asignación específica" que gravan actividades vinculadas al sector.
Esto es con el impuesto que paga el espectador que va a una sala de cine o alquila un video, con un porcentaje de lo que recauda la autoridad de difusión ( AFSCA). Su quita o su merma no producirá la disminución de la pobreza sino que la aumentará, porque el audiovisual es una actividad económica que logra inversiones, produce empleo calificado y multiplica empleos de actividades indirectas (transporte, gastronomía, hotelería, construcción de escenografías, manufactura de vestuario).
Uno de los argumentos esgrimidos fuera del texto del proyecto de ley y por las autoridades recién asumidas en el organismo de aplicación es el elevado costo operativo del INCAA (Instituto de Cine y Artes Audiovisuales) y, sin embargo, no se corrige ni en el texto del proyecto de ley ni en el discurso la norma que permitió ese aumento.
No por casualidad un Decreto de Necesidad y Urgencia, facultad extraordinaria del Presidente que casi siempre causa calamidades, dictado por Eduardo Duhalde en el año 2002 (Nro. 1536) y que transformó el organismo en un "ente público no estatal", permitiendo que a partir de ese cambio de naturaleza jurídica se pudiera salir de los controles del estado en varios aspectos y otorgó a su titula, facultades de las que carecía cuando el organismo era un "ente autárquico" (desde su creación en 1957 hasta el 2002) y sólo destinaba el 8% de su presupuesto en su costo operativo. Si debe volverse al ente autárquico o mantener una austera administración del "ente público no estatal" no se ha puesto en debate.
El audiovisual es arte y es industria. Ninguno de esos aspectos puede ser omitido para regular el fomento de la actividad porque tanto su aporte simbólico como la riqueza material que genera una actividad que produce bienes de contenido tiene que estar valorada y equilibrada tanto en lo legislativo como en el sistema burocrático que lo aplique.
El desafío del momento es sancionar un nuevo régimen legal que basado en la experiencia del pasado responda a las nuevas necesidades, aumente los recursos con los aportes de los nuevos formatos, modernice un organismo que vuelva a volcar el 90% de sus recursos en el fomento de la actividad. También que no sólo atienda a la producción de las obras sino también a su promoción y exhibición para que pueda ser conocida y accesible por mayores audiencias.
Debe recordarse que la promoción del audiovisual no es discrecional para un gobierno porque proviene de un mandato constitucional. Desde el texto originario de 1853/60 el Congreso debe promover la cultura (art. 75 inc. 18 "cláusula de progreso") y en la reforma constitucional de 1994 se agregó una obligación expresa de preservar los espacios audiovisuales (art. 75 inc 19, "cláusula de nuevo progreso").
Y aunque como en el cuento de Julio Llinás llevado al cine por María Luisa Bemberg, de eso no se habla, ni este Poder Ejecutivo ni este parlamento pueden eludir el cumplimiento de la Constitución Nacional que es la ley suprema para todos los órganos de gobierno y para los ciudadanos.
José Miguel Onaindia. El autor es gestor cultural y abogado especializado en derechos culturales argentino. Fue consultor de la Unesco para proyectos especiales. Es director de la Especialización en Derecho del Arte en la UBA, fue titular del Incaa y del Centro Cultural Ricardo Rojas. Desde el año 2012 reside en Uruguay donde fue asesor del Teatro Solís de la Intendencia de Montevideo.