Crónicas a Contraluz es una propuesta de Juan Carlos Ceja que nos ofrece ficciones literarias con líneas de sentida autorreferencia. "Pinta tu aldea y pintarás el mundo" es la frase que parece guiar al autor.
Esa vez en Villa Dominga la madrugada escapaba, acobardad, por los atajos del campito de las biznagas y las moras. El festejo de las albahacas y las mentas por el torneo de aromas debió suspenderse.
Los últimos refucilos armaron de apurada una mañana que se terminó de despabilar más allá de las nueve. Al principio la tormenta amenazó con incendiar el campito, en ese caso siempre creímos que la canchita se salvaría.
Nosotros corrimos hacia el incendio inminente pero, en el lugar de las chispas y llamaradas que no hubo, es decir del círculo de los yuyos más altos, vimos salir a la Mari Allemán y siguiéndola, el Cara de tomate.
Ella pasó frente a los pibes rogando que la tragase la tierra. Cruzó el patio, derechita y desfalleciente y así se refugió en la pieza. Todos sabíamos que la Mari nos espiaba por una hendija de la puerta como cuando nos bañábamos desnudos en la cava pero, esa mañana ella estaba atontada, temerosa.
Él, cuando llegó a la altura de la bomba, dobló en ángulo recto, salió por la puerta de tejido y enfiló para la comisaría. La figura milica era bien machaza.
Nos juramentamos pero, descubrimos pronto que nada atemoriza tanto ni es tan terrible nunca que no pueda ser contado. La algarabía por los rayos se desvaneció irremediablemente.
El grupo se dio cuenta de lo que había ocurrido en el campito, además como dijo el hermano mayor que también fue testigo, eso era sabido que iba a ocurrir, si la Mari andaba como perra alzada desde que se había enterado que al Cara de tomate cuando hacía el amor, para sentirse satisfecho, no le alcanzaban la noche y la tarde o lo que fuera, que hubo veces que no paró en días, por eso decía la nona Tracalusi que lo abandonaban las mujeres, porque sólo una enferma podía estar dejándose fregar todo el día.
El comisario, para poder andar con la Mari, lo mandaba al Nuñez, que ese era el apellido del cornudo, a vigilar el conventillo, porque parecía, le decía el Cara de tomate a Nuñez, que los cafisos Almada y el hijo de la Talón de Mono andaban queriéndose achurar y de arriba le habían prevenido que no querían más matanzas en el conventillo, que debía terminarse eso de que todas las semanas tenemos un muerto.
Al comisario no le importaba que los del conventillo o de donde fuese se mataran entre sí ni lo que dijera la superioridad, que él sabía cómo manejar ese asunto; el problema era que los quilombos le arruinaban los negocios personales y eso había que torcerlo para bien, que si lo logramos vos sabés Nuñez que tu parte está, era la promesa.
Nuñez se dio cuenta tres meses después de que entre los cafisos no habría enfrentamientos, que más bien parecía que los negocios en común que tenían los habían acercado y además se había enterado por la mujer del bizco Ríos que los malandras eran hermanos de leche. Se lo dijo al Cara de tomate, éste le contestó que él pensaba lo mismo y que entonces no fuera más.
El comisario canceló la vigilancia un día viernes; antes, el jueves a la noche, había tomado la decisión de terminar con la Mari después de decirle ella que no podría vivir sin él y de haberlo complacido dos veces seguida.
Ese jueves la Mari le confió que esperaba un hijo de él pero el comisario no entendió bien qué le estaba diciendo porque en ese mismo instante mal parido se le había escapado un tiro y mirá si bajo algún negro sin querer.
Cuando el comisario se terminó de arreglar vio que la Mari lloraba, entonces sin brusquedad le dijo que no sea cagona que era un tiro nomás y que había salido para arriba.
El Cara de tomate nunca volvió al campito, cambió esa rutina por visitas que se fueron alargando, a la pieza de la puerta azul del conventillo y donde la chica de la vida que atendía ahí, una mañana, a las once, a plena luz del día, en un "no me importa nada", fue metida a trompadas por el dueño en una camioneta y salvajemente trasladada a otra ciudad, porque el explotador se dio cuenta de que la muy turra siempre se excedía con el comisario de los veinte minutos a los treinta como máximo que establecían la tarifa y los códigos del trabajo.
El comisario no practicaba mariconadas con prostitutas y detestaba los duelos sexuales.
Los martes se los comenzó a dedicar a la coloradita del cuarto del final del pasillo que remataba en una pared ciega donde había pintado un estanque con cisnes y plantas acuáticas para espanto de cualquier dibujante pintor con un mínimo de práctica y estética pero, que a las generaciones de putas que como vacas pasaron por allí las hacía llorar.
La luz y el aire escaso de esa zona venían de una ventanita alojada por encima de los dinteles y con un enrejado que ponía el afuera en estado de quimera para cualquiera que anduviera queriendo salir por ese lado del prostíbulo.
Allí había sido puesta a trabajar la piba nueva, diminuta, pelirroja natural de diecisiete años, a la que el comisario servía desaforado, avaro en el disfrute y sin compasión.
La piecita del fondo no tenía ventanas, la chimenea cilíndrica y delgada que se veía en las alturas filtraba el único oxígeno posible.
Una cama de una plaza y media, una silla con una palangana y raídas toallitas cuadradas, un cofre con ungüentos y condones era todo lo que le estaba permitido a la petisita.
El desteñido azul mediterráneo del cuarto y la lucecita de la tulipa se confabulaban para mitigar el enflaquecimiento por la cantidad escandalosa de actos agónicos diarios que venían a suceder entre esas paredes.
La vieja Lidia, sentada al fresco en la gran silla hamaca de madera y paja, vestida a lo Sarli, muy experimentada ella, no dejaba de sorprenderse; un día, cuando vio a la pelirroja natural ir hacia el comedor de las chicas, dijo sin nada de esperanza que ojalá la pararan ya con la coloradita, que a ese ritmo la iban a matar pobre cristiana.
"Dios, que sea pronto" rogó la piba pero, Dios ni nadie la escuchó y cada uno siguió en lo suyo, ella también.