Opinión

Carros y caballos


Por: Alcides Castagno - Cuando Rafaela empezó a mover su estructura básica de pueblo, la avenida Lehmann era un importante centro de actividad comercial, como eje de las manzanas dobles limitadas al norte por Almafuerte/Ameghino, y al sur por el eje Bolívar/Brown. Los italianos llamaban a este sector "il cuore della Rafaela". La polvareda se asentaba pronto pero el barro obligaba a gobernar con maestría a carros y caballos. Allí sentó sus bases el molino harinero La Estrella y la curtiembre La Esperanza. En ese mismo sector nacieron las fábricas de carruajes. Frente a la pérgola se ubicaba la de Modesto Gilardoni y un poco más adelante la fábrica de Mateo Canavesio, la más importante, con más de cien operarios. Un centenar de personas trabajando en un mismo lugar en esos días da la idea de una actividad industrial precursora, con un catálogo de llamativa utilidad operativa y deportiva.
El ingreso principal a la "Gran Fábrica de Carruajes" de Mateo Canavesio se ubicaba en calle Lavalle 275 y los escritorios sobre bulevar Lehmann 262, según la numeración que fue luego modificada. En su anuncio constaba "movida a fuerza motriz" y fundada en 1907. El catálogo incluía una variedad de opciones que reflejaba las preferencias del mercado. Así se muestran los modelos Break Faeton standard y el de toldo con 3 asientos; el distinguido modelo Milord descapotable, preferido para los paseos de las muchachas; la jardinera para reparto de pan, todos éstos con cuatro ruedas; luego venía la línea Tilbury con dos ruedas y capota opcional; el modelo Dokar era particularmente elegante, con líneas muy finas y farolas a ambos costados; como auxiliar de trabajo se ofrecían algunas opciones de chatas para cargas pesadas y de vuelta entera para agricultores. En el rubro deportivo, un modelo de sulky, liviano, de ruedas bajas o altas a elección, llamado popularmente "araña", se usaba para competencias con caballos de trote.





Familia





Don Mateo Canavesio, hombre de carácter amable, grandes bigotes a la usanza de la época, aspecto seductor apto para la venta y el trato social, dirigía sus negocios desde los escritorios de bulevar Lehmann donde atendía a los clientes locales y también a los que acudían desde una zona muy amplia. Atendía además las novedades que llegaban del extranjero a la Capital para imitarlas o copiarlas y así mantener la actualización. Esa dedicación no le impedía hacer presencia en la fábrica, entre golpes, voces y ruidos y, si fuese necesario, arremangarse para dar una mano o para corregir.
Don Mateo formó aquí su familia, casándose con Catalina Borella. Tuvieron tres hijos: Hibe, obstetra en el sanatorio Borda y en el Hospital Jaime Ferré, casada con José Ponti, madre de Hibe, Mercedes, Yolanda y José; Yolanda, que se radicó en Buenos Aires y regresó a Rafaela en sus últimos años, y Orlando, médico psiquiatra de reconocida trayectoria, especializado en electroencefalografía, pionero en la aplicación de la parapsicología en el tratamiento terapéutico; fue un apasionado en los deportes hípicos. Lamentablemente, no pudo concretar su visión profesional llena de expectativas, murió a los 41 años en un accidente automovilístico el 15 de diciembre de 1957.
Como muchos emprendimientos, la fábrica de carruajes tuvo su época de esplendor, que fue desluciendo a medida que hacían su aparición los automóviles. En lo familiar, padeció la falta prematura de su esposa Catalina por lo que se hizo cargo de los tres hijos pequeños. Siguió defendiendo su fábrica empequeñecida cuanto pudo y como supo, contra el inexorable avance de la industria. Ya en los comienzos de su fábrica había visto aparecer por Rafaela, como si fuera una premonitoria amenaza, el primer automóvil, un De Dion Button que algunos vecinos contemplaban con admiración y don Mateo con recelo. Murió en 1949 a los 67 años, luego de protagonizar un tiempo de crecimiento y transformación.





Caballos





Cuando hablamos de transportes no motorizados, hacemos referencia a tanta variedad de carruajes que recorrían todo el espectro de la sociedad, desde la nobleza con sus doradas carrozas hasta los carromatos que crujían por los caminos. Salvo algunos casos en que los bueyes o los esclavos se hacían cargo de la función, el protagonista principal ha sido el caballo. Se cuentan alrededor de 400 razas diferentes de caballos pero, sea cual fuere su calificación, siempre ha estado junto al hombre para ayudarle en sus trabajos, traslados, deportes. Vigorosos, bellos, compartiendo monumentos con los próceres, no todos tuvieron la trascendencia de Rocinante, Babieca o Bucéfalo, pero sí todos han necesitado alguna vez que el hombre los cuide y sobre todo proteja sus patas, sus cascos. Era el papel del Herrador.
En calle Rivadavia al 430, frente a la casa donde yo vivía en los 60, estaba el galpón de Gaudino, el último herrador urbano. Allí concurrían carreros, repartidores y jinetes para reponer las herraduras perdidas o prematuramente gastadas por los recorridos en el empedrado. Al caer la noche podían verse algunas chispas brotar desde las patas herradas.
La fragua encendía su calor feroz adonde Gaudino apuntaba una larga pinza con los extremos de la herradura hacia adelante y la sacaba enrojecida para adecuar su medida a la pezuña, a golpes de martillo. Protegido por un pesado delantal de cuero negro, se asomaba a veces a la vereda para respirar un poco de aire sin hollín.
Un buen día, la legislación municipal prohibió la circulación de carros y caballos por el radio urbano. Los inconfundibles sonidos de cascos sobre el asfalto y el olor particular del humo de la fragua desaparecieron, el galpón se volvió casa y tal vez don Gaudino eligió otro territorio más amigable.
Recuerdo el texto de una de las primeras ordenanzas de Rafaela ciudad, por la que se prohibía a los niños jugar a las canicas en la calle y a los jinetes andar al galope, salvo las fuerzas de seguridad. Sí, eran otros tiempos.


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