El 17 de noviembre de 1869 se concretó la construcción de esta la obra que permitió la unión entre dos continentes, asiático y africano. Desde 1955 se comenzó a celebrar este día, en homenaje a la majestuosa obra vial de navegación que generó un rotundo impacto sobre el comercio.
Desde 1955, cada 17 de noviembre se celebra el Día Mundial de la Construcción, en conmemoración a la majestuosa obra vial de navegación: el Canal de Suez, obra que se concretó en esa misma fecha, pero en 1869, permitiendo la unión entre dos continentes: Asia y África, dejando a la región del Sinaí transformada en una península. La realización de la faraónica obra que une el mar Rojo con el Mediterráneo se debió a Fernando de Lesseps y, desde su nacimiento, se constituyó en una de las maravillas del mundo moderno.
Los primeros intentos modernos para construir un canal llegaron a finales del 1700, cuando Napoleón Bonaparte llevó a cabo una expedición a Egipto. El líder francés pensó que la construcción de un canal controlado por su país en el Istmo de Suez podría causar daños importantes en el comercio a los británicos, ya que tendrían que pagar cuotas a Francia por la utilización del canal, o bien rodear toda África para poder dirigirse hacia Asia, lo que suponía un gasto económico y de tiempo para el Imperio Británico muy cuantioso.
Esta obra, además de su importancia, generó un gran impacto sobre el comercio, porque permitió el traslado de mercancías, productos, materiales y pasajeros alrededor del mundo en un tiempo récord.
El Canal de Suez cuenta con 163 kilómetros de largo por 300 metros de ancho, se inicia en el Mar Mediterráneo, desde el Punto Said hacia Ismailia en Egipto, y termina en el Golfo de Suez. Actualmente está bajo el control de la Suez Canal Authority.
La historia de un canal en pleno desierto
La creación de un canal que comunicara el mar Rojo con el Mediterráneo ha sido una vieja aspiración de las civilizaciones que han poblado el istmo de Suez. Los primeros intentos conocidos datan del siglo XIX a.C. El faraón Sesostris III mandó construir un canal que conectara el Nilo con el mar Rojo. Era un canal estrecho, pero con espacio suficiente para las embarcaciones de la época.
La ruta, bautizada posteriormente como "canal de los faraones", fue muy utilizada hasta mediados del siglo VII a.C. Por entonces, el desierto había ganado demasiado terreno al mar y había bloqueado la salida. En 609 a.C. el faraón Neco intentó reabrir el canal sin éxito. Según las crónicas del griego Heródoto, más de 100.000 hombres murieron en el intento.
Un siglo después sería Darío, rey de Persia, quien pusiera en funcionamiento las obras para recuperar la parte sur de la vía. Su idea era llevarla directamente hasta el Mediterráneo sin pasar por el Nilo. Las obras se terminaron dos siglos más tarde, bajo el mandato de Ptolomeo II, y el trazado era prácticamente idéntico al del canal actual.
Durante la ocupación romana de Egipto, en especial bajo el mandato de Trajano, el canal experimentó significativas mejoras que impulsaron el comercio. Sin embargo, tras la marcha de los romanos el canal fue abandonado. En el siglo VIII, durante la dominación musulmana, el califa Omar se ocupó de su recuperación. Pero después de un siglo funcionando terminó reclamado de nuevo por el desierto.
Su existencia permaneció oculta durante mil años, hasta la llegada de Napoleón. ¿Es eso posible? El general Bonaparte llegó a Egipto en 1798. Entre el grupo de eruditos que le acompañaban estaba el ingeniero Jean-Baptiste Lepère. Napoleón tenía órdenes específicas para él: inspeccionar el istmo de Suez para comprobar la viabilidad de abrir un canal que permitiera el paso de tropas y mercancías hacia Oriente.
A pesar de descubrir rastros del antiguo canal de los faraones, Lepère determinó que su construcción era imposible. Según sus cálculos, existía una diferencia de 9 metros entre el nivel de las aguas del mar Rojo y las del Mediterráneo. Pasaron los años, y la necesidad de abrir esa ruta marítima no hacía más que aumentar.
A mediados del siglo XIX, Europa estaba en plena Revolución Industrial. El comercio con Asia oriental había dejado de ser un lujo, y se había vuelto vital para el crecimiento económico de las potencias europeas. La ruta más habitual para el transporte de mercancías entre Oriente y Occidente pasaba por el mar, un largo viaje de más de cuatro meses doblando el sur de África. También existía una ruta por tierra a través del desierto del Sinaí, un periplo inseguro por las bandas de salteadores y poco práctico por el limitado volumen de carga que podían transportar las caravanas.
En 1845 se añadiría una vía más: la primera línea férrea egipcia que conectaba Alejandría con el puerto de Suez. El servicio resultaba muy útil para el transporte de pasajeros, pero insuficiente para el de mercancías. Por todo ello, la reanudación de los estudios sobre la apertura de un canal en el istmo de Suez no se hicieron esperar, los cuales probaron que los cálculos de Lepère eran erróneos: apenas había diferencia entre el nivel de las aguas del mar Rojo y el Mediterráneo. La construcción del canal era técnicamente posible.
Una vez demostrado que la construcción del canal era viable desde el punto de vista topográfico, había que probar que también lo era desde el económico. El encargado de convencer a los mandatarios egipcios y buscar financiación fue el diplomático francés Ferdinand de Lesseps, quien pasó a la acción en 1854, cuando llegó a Egipto para entrevistarse con el nuevo virrey, Mohamed Said, con quien tenía una estrecha amistad, y vio la oportunidad para hablarle de sus planes sobre el canal. Le enseñó su proyecto, que había estado diseñando varios años, y este aceptó llevarlo a cabo.
Pocos días después el virrey firmaba el acta de concesión. El canal tendría carácter internacional. Said se comprometía a ceder todo el terreno y la mano de obra necesaria a cambio de un 15% de las ganancias. El 85% restante se repartiría entre los inversores de la compañía.
Lesseps pensaba que, siendo Inglaterra y Francia las grandes beneficiarias de la apertura del canal, no tendría problemas en conseguir su respaldo económico. Se equivocaba. El gobierno británico se opuso de inmediato al proyecto. El canal era perfecto para Inglaterra salvo por un pequeño detalle: no era inglés. Esto no solo dificultaba la financiación del proyecto, sino que provocaba otro gran inconveniente: la posible negativa a conceder el permiso de obras por parte del Imperio otomano. Egipto, a pesar de su relativa independencia, era un país vasallo de los turcos, que estaban a su vez bajo influencia británica. Si Inglaterra se oponía a financiar el canal, el sultán de Constantinopla no daría el permiso necesario para su construcción.
Pero Lesseps no se rindió y continuó insistiendo. Buscó adhesiones entre comerciantes, periodistas, políticos e incluso entre la realeza británica, creando un importante debate en el país sobre la conveniencia o no del canal. En Francia intentó ganarse el apoyo de Napoleón III, pero el emperador se mantuvo indeciso para no enemistarse con Inglaterra.
Al fin, cansado de evasivas, decidió buscar financiación por su cuenta. En 1858 abrió una oficina en París y puso a la venta acciones de la Compañía del Canal de Suez. Para asegurar la internacionalidad de la empresa limitó su número entre los compradores franceses.
Se vendieron bien. Sobre todo entre la clase media. Los grandes banqueros no creían en el proyecto o estaban demasiado presionados por Inglaterra. Animado por el éxito, Lesseps convenció al virrey de Egipto para que comprase el resto de las acciones. Así lo hizo, pero para ello tuvo que pedir prestado gran parte del dinero a los mismos banqueros europeos que se habían negado a financiar el canal, lo que pondría al Estado egipcio en una situación económica delicada.
Lesseps inauguró las obras del canal al año siguiente. Los primeros tiempos fueron los más complicados. A las dificultades orográficas y ambientales de la zona, en pleno desierto, se añadió la pobreza de medios, apenas hubiese maquinaria y herramientas de trabajo adecuadas. Pero el gran problema con el que se topó fue de otra índole. Los veinte mil obreros egipcios que trabajaban en el canal lo hacían en condiciones de esclavitud.
El escándalo no tardó en producirse. En una sociedad hipersensibilizada con el esclavismo, los métodos de Lesseps para construir el canal resultaban intolerables. Inglaterra, por supuesto, aprovechó la ocasión. Tenía la excusa perfecta para suspender las obras del canal. En 1864 el sultán otomano, presionado por Inglaterra, ordenó a Ismail Pachá, sucesor del fallecido Said, retirar a todos los obreros del istmo.
Sin dinero para contratar trabajadores, Lesseps no tuvo más remedio que paralizar las obras. El francés recurrió de nuevo al emperador Napoleón III, que esta vez sí le atendió. Intervino como juez y decidió que el virrey egipcio debía cumplir lo estipulado en el contrato. O cedía la mano de obra necesaria o debía compensar económicamente a la compañía.
Para ello, Ismail Pachá tuvo que pedir préstamos a los bancos europeos, lo que hundió definitivamente al país. Con el capital obtenido, Lesseps compró la maquinaria pesada que antes le faltaba y contrató mano de obra cualificada. El avance fue espectacular. Tanto que hasta Inglaterra terminó por ceder.
Dos años después de la reanudación, Lesseps recibió el permiso oficial del sultán de Turquía. La culminación del canal era solo cuestión de tiempo. En agosto de 1869 las aguas del mar Rojo se encontraron por primera vez con las del Mediterráneo. Tres meses más tarde se inauguraba de forma oficial.
Al cabo de seis años ocurrió lo inevitable: Egipto se enfrentaba a la bancarrota. Ismail Pachá no tuvo más remedio que poner a la venta sus participaciones en el canal.
En una rápida maniobra, el primer ministro británico Benjamin Disraeli adquirió las acciones. Una vez en su poder le mandó un mensaje a la reina Victoria con las siguientes palabras: "Lo tiene, Majestad". Inglaterra era por fin dueña de la mitad del canal. A pesar de conflictos posteriores, el canal, aunque abierto a todas las naciones, era virtualmente una posesión británica.