"Es el fin, los quiero mucho". Desde que Ron Sherman, un chico de 19 años que estaba asignado a una base israelí cerca de la Franja de Gaza antes de caer prisionero de Hamas el sábado 7 de octubre, envió ese mensaje a su familia, no se supo más sobre él. Como es asmático, difícilmente tenga acceso a su medicación, si es que aún sigue con vida. Paradojas del destino: es sobrino de León Gieco, que inmortalizó ese rezo fundacional: "Sólo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente". Lo llevamos en nuestro ADN como sociedad: escribió esa canción ante lo que parecía un inminente conflicto con Chile, durante la Guerra Fría y cuando las películas comenzaban a mostrar las atrocidades de Vietnam, pero se popularizó ad infinitum con el despertar ciudadano posterior a Malvinas, cuando renacieron el rock nacional y otras expresiones de nuestra cultura popular.
En ese momento se aceleró el colapso del proceso en medio del descrédito interno e internacional. Más tarde, dada la evidencia de las masivas violaciones de los Derechos Humanos validadas por el "Nunca más" y el "Juicio a las Juntas", las Fuerzas Armadas cayeron en un profundo desprestigio que implicó aislamiento, ensimismamiento y una notable pérdida de relevancia presupuestaria: en la actualidad sólo reciben algo más del 0,7% del PBI, la mitad de lo que gasta la mayoría de los países de la región. En el ínterin, desperdiciamos cuatro décadas empeorando los problemas más básicos de la sociedad y, en simultáneo, no fuimos capaces de dotarlas de lo mínimo para que cumplan con la función que les asigna nuestra Constitución. Ahora que el mundo está en guerra y que no queda claro cuándo recobraremos "algo de paz" (como anhelaba Raúl Porchetto, otra de las voces de esa época), enfrentamos una coyuntura crítica: pretendemos crecer sobre la base de recursos naturales, pero no estamos en condiciones de defendernos, justo cuando el país está fundido, sin crédito y con la necesidad de un profundo ajuste fiscal.
El de Gieco no fue el único mensaje de estas características. Nueve años antes de que Mark David Chapman lo asesinara en la ciudad de Nueva York, el 8 de diciembre de 1980, John Lennon hacía un llamado a la hermandad entre los seres humanos al margen de diferencias raciales, religiosas o de nacionalidad con su conmovedora "Imagine", que se convirtió en el sencillo (disco de una sola canción) más vendido de su carrera solista. Ese mensaje pacifista, que incluso se animaba a soñar un mundo sin posesiones, se diseminó por todo el mundo sintetizado en la díada "paz y amor". Retrocediendo un poco más en el tiempo, la idealización de la vida comunitaria había sido llevada por algunos a la práctica: eran los hippies que se vestían raro, proponían una nueva espiritualidad con influencia de religiones orientales y experimentaban con drogas en un viaje interior que, tal vez sin saberlo, los llevaría a ninguna parte. Hitos como el festival de "Woodstock", en el verano boreal de 1969, fueron promovidos como "tres días de música y paz". Surgía así una forma de militancia apartidaria pero no apolítica, con nuevos valores, símbolos y estéticas, que se distanciaba de aquella otra rebeldía juvenil que había terminado encallada en distintas formaciones violentas, la mayoría nacionalistas o de izquierda, que apelaban a la acción directa, incluso al terror, para alcanzar sus objetivos supuestamente revolucionarios. Fue un pacifismo juvenil que, de a poco, envolvió a no pocos adultos.
Una curiosa síntesis de valores progresistas y de utopía de vida comunitaria venía desde hacía algún tiempo seduciendo a muchos jóvenes judíos que veían en los florecientes kibbutzim de Israel una suerte de utopía que les permitía desarrollar sus proyectos de vida en un entorno plural, pero con el común denominador de compartir un sueño y una identidad. Una vida dura y sacrificada, pero basada en los principios de igualdad y solidaridad que permeaban en buena parte de los ideales en boga en esa época.
Hoy nos llegan desde esos mismos kibbutzim las imágenes impactantes del horror y la barbarie más absurdas. El ataque de Hamas nos obliga a replantearnos si aquellos valores humanistas e idealistas con los cuales hemos crecido (pero, tal vez, con los que no hemos madurado del todo) constituyen un bagaje de ideas y conceptos útiles para comprender la naturaleza de los fenómenos que nos interpelan en esta coyuntura sin precedentes. ¿Habremos vivido equivocados? ¿Pueden el hombre, los Estados, las naciones y los pueblos procesar conflictos no materiales sin que escalen, resolver las diferencias profundas e identitarias a través del diálogo, prescindir acaso de las acciones de fuerza? ¿Es posible la paz sin guerra, sin una contundente capacidad de disuasión? ¿Podemos reclamar "una salida pacífica" en cualquier contexto, al margen de las circunstancias? ¿Aun con bebés decapitados? Si una de las partes de un conflicto solo pretende la desaparición total de la otra y no duda en comunicarlo de forma taxativa… ¿existe un escenario de negociación, un punto intermedio en el que todos se sientan conformes y se comprometan a respetar los acuerdos?
La cultura y los valores del pacifismo no deben ser abandonados. Pero tampoco puede haber concesiones ni medias tintas frente al terror. Mucho menos ingenuidad o voluntarismo. Como suele ocurrir con tantas otras cuestiones, muchos opinan sin saber, en base a prejuicios o con las típicas distorsiones de las ideologías extremas. Las redes sociales y las operaciones de fake news agravan la situación. La reciente destrucción de un hospital en Gaza es un claro ejemplo. No solo Hamas y otros grupos fundamentalistas islámicos se apuraron a condenar y a responsabilizar a Israel. También lo hicieron medios de comunicación occidentales como la BBC, The New York Times, El País y los principales portales brasileños. Luego se probó que había sido un misil de la Jihad Islámica.
Hay una creciente ola de protestas en diversos países democráticos en contra del derecho de Israel a defender su territorio y a responder a este ataque sin precedentes. Los autoritarismos, reivindicados en esas manifestaciones, prohíben reuniones de esas características en sus propias naciones y hasta controlan (¿persiguen?) a conciudadanos que se manifiestan en otros países. Incluso un grupo de jóvenes judíos mostró su disidencia en el edificio del Capitolio en Washington. Mientras lo hagan de forma pacífica, todo el mundo tiene derecho a la libre expresión. Es una manera de advertir el daño y la desinformación generados por el aparato de propaganda del fanatismo islámico y sus cómplices en el mundo supuestamente civilizado. Mucha gente confunde Hamas con el pueblo palestino o Cisjordania con la Franja de Gaza. Muchos creen que la región denominada Palestina fue alguna vez gobernada autónomamente por los propios palestinos. Algunos prefieren seguir ignorando que tanto Hamas como Hezbollah son "proxis" (instrumentos financiados, entrenados y digitados) de Irán. La guerra de la información es tanto o más importante que la que se librará en términos militares.
Muchos consideran que Israel es sólo el primer paso y que el objetivo final es una guerra de civilizaciones entre esta concepción teocrática, fanática y absurda del islam y Occidente. Por eso, la preocupación y la alarma de los servicios de inteligencia europeos. Debemos defender la libertad, la cultura democrática y los valores del humanismo judeocristiano, que la enorme mayoría de musulmanes sin duda comparte. Con la espada, la pluma y la palabra. Aferrados, con Charly García, a seguir buscando "un símbolo de paz".