Cultura

Acuarela urbana

Era una madrugada nubosa y fría de abril y el reloj de Nuestra Señora del Rosario marcaba las cinco. La luz de las farolas hacía brillar los adoquines. Los amanecidos se hundían dóciles en la idea engañosa de calles mojadas.
Cuando el grupo pasó frente al comedor, salían los últimos clientes, tres. Las luces interiores y la puerta labrada se cerraron al mismo tiempo. Una lámpara descubría a Doña Pola, en el instante del último cigarrillo de un día fatal.
Afuera, en el Dodge Charger verde, esperaba Pablo, a quien Doña Pola no le había preguntado andanzas anteriores y lo convirtió en novio con función de chofer. Pablo detuvo el Dodge en Martí donde Rivera deja de ser espectral. Bajó.
El puesto de flores es el antes y el después de Rivera. Es el límite que pocos noctámbulos se animan a traspasar. Si se sigue hacia La Manquita comienzan a desaparecer las luces azules y rojas, el aire está menos viciado, lo abyecto no se percibe y la decencia se da aires.
El hombre pagó, dejó propina y volvió al Dodge con un ramo de rosas que puso en la falda de la mujer. Vamos a dormir, es tarde, cuando nos levantemos tengo cosas que preguntar, dijo la mujer mientras tomaba nota de que Pablo olía a un perfume que no era el de ella.
La situación ocurrió fugaz y de modo extraordinario. Pablo no podría asegurar que Doña Pola haya realizado ningún movimiento. Para él, ella permaneció apoyada en el respaldo y con la vista en las vidrieras. Sin embargo, él debió dar un volantazo para no estrellarse contra el mercadito, esquivar a la portera del Calígula que barría agua hacia la calle y detenerse, con una frenada humeante, frente a la funeraria.
¡Pero sí, mátense escoria humana!, dijo el carnicero que desde la puerta del mercadito controlaba la bajada de las medias reses. Pablo, agitado, la boca seca, continuó manejando prevenido. Los ojos enrojecidos hacían que el empedrado fuese líquido.
La mejilla y el hueco derecho del ojo se habían lastimado. Líneas de sangre corrían hasta las comisuras de los labios y sobre la camisa, goteando desde el mentón. Pablo sacaba con el índice y el pulgar las espinas del ramo que Doña Pola, con un golpe certero, había clavado en su rostro.
Llegás a chocar el Dodge y te mato desgraciado, dijo la mujer. En la parte delantera del auto desapareció la leve relación de la pareja, a pesar de la idea que pudieran sugerir pétalos blancos y carmesí esparcidos. A los taxistas que terminaban el recorrido se les notaban los caminos de la nocturnidad. La cara de los del turno nuevo fungía de mapa a escribir.
La Diego Rivera nace bajando la Plazoleta del Croto y después de cinco kilómetros se arroja en la Avenida de Los Inmigrantes, previo la vuelta en la rotonda de La Manquita, grosera consideración a la Venus que en el siglo pasado había donado el presidente del club Almagro aspirante a intendente.
Las dos mujeres del grupo caminaban en fila junto a las paredes, descalzas y desencajadas. El maquillaje armado en la tarde anterior para simular juventud y lozanía estaba borrado. El sitio de donde venían precipitó el fracaso. Ahí van las hermanas leyenda, dijo por lo bajo el guardia de la siderúrgica. Al morocho no sé, pero al colorado le falta olla, agregó.
Pobre, son dos pichones, comentó el compañero mientras operaba con las cadenas y cerrojos de los gigantes portones acerados. Los hombres tenían aliento a cerveza negra. Las camisas, arrugadas, abiertas por fuera del pantalón, aireaban torsos sin pelambre. Ellos murmuraban promesas improbables, incendiados de deseo, urgidos por expulsar el dolor.
En Rivera al mil quinientos subieron a un taxi. ¿Adónde?, dijo el taxista. Al Paseo del Bosque. Nos bajamos en el pasaje de los silos, dijo el pelirrojo con rulos.
La zona roja del bosque era nueva, fue un traslado impuesto por la municipalidad. El sitio primitivo, detrás de la morgue del Hospital de Infantes, estaba copado por trasvestis en colisión con la norma. No eran muchos.
El colectivo de mujeres y diversidades del Paseo del Bosque estaba en rebeldía, se sentía cercado y para mayor escándalo, la clientela, frente a una oferta que crecía, regateaba con descaro los servicios. El grupo que llegó al pasaje en taxi fue recibido mal, ninguno logró su cometido.
Aun así los muchachos hubiesen conocido a las mujeres que creyeron conquistar o al territorio, no habrían podido imaginar que esa madrugada huirían de los escondrijos de los silos sin dinero, sin desfogarse y con la humillación de ser acosados. Había pasado una hora cuando Federico y Salvador entraron nuevamente a Rivera por Humahuaca. De las hermanas leyenda ni el rastro.
Federico, ando perdido, ¿qué te parece si volvemos?, dijo Salvador, al que intentaron robar las zapatillas y había perdido, con el revolcón en los silos, los lentes recetados. Aguantá tres cuadras. Alguien me dio un trabajito, me lo explican y después nos vamos, dijo Federico mientras parodiaba a los maniquíes de La Gardenia.
¿Y quién es? ¿Lo conocés?, preguntó Salvador. Colorado no me rompas las pelotas. Ellos me van a ubicar, dijo Federico mientras observaba a la prostituta que avanzaba y que cuando estuvo a su lado le dio un papel doblado.
No leas ahora. Si hacés bien las cosas te pagan el domingo. Y ahora rajá porque abajo hay mucho uniforme, dijo la mujer que cruzó Rivera y entró en el callejón de los amueblados de las chicas.
Federico era porfiado. Se alejó un poco de Salvador y entreabrió el mensaje, alcanzó a leer "mañana ocupate de" y lo cerró. Sabía lo que tenía que hacer, después vería a quién. Colo vamos hasta la Manquita, dijo Federico.
Falta un montón, no tengo ganas de caminar tanto, dijo el Colo. Federico siguió en tanto realizaba zigzag entre el empedrado y las pilonas. Sos un maricón, yo lo sé, dijo Salvador.
Sí, un maricón lindo, dijo Federico, mientras se reía porque Salvador lo seguía. La ambulancia que los cruzó sonó grave unas cuadras más adelante. Se detuvo al costado de Nuestra Señora del Rosario. Enfrente estaba la utilitaria de la emergencia municipal. Los autos policiales trabaron las entradas a la rotonda.
La mensajera no exageró, había mucho uniformado. Los testigos inciertos buscaban a quién contarles su versión.
Balconeando en el Vía Láctea encontraron a Adriano, alias el Mango que en el verano anterior intimara con Federico. Distanciados se comportaban como los conocidos que siempre fueron.
En un auto encontraron dos muertos, por eso tanto milico y mirones, dijo el Mango.
Federico quiso saber más. Fue ganando espacio, sortéo la mirada de los policías, y ubicó el auto. Lo conocía, sabía estar en el bunker de la Diosita.
A un metro, calculó Federico, pudo ver las dos personas. Habían perdido mucha sangre, la pana estaba empapada. Los muertos tenían los ojos fijos en el techo, el estupor se los había desorbitado.
La monja de rodillas en el cordón, rebosante de gordura, rezando y con un rosario, era ignorada por todos. ¿Cuándo usted llegó cómo estaban el masculino y la fémina?, preguntó uno vestido de civil, un tanto pedante. Muertos señor, dijo el policía.
¿Los conoce?, pregunto el hombre con ínfulas de jefe. Son de la zona, dijo el policía. Él se llama Pablo Verlanga y ella es Doña Pola. ¡La Pola! Qué hermosa mujer, ¿no?, dijo la autoridad de civil. Sí señor. Hermosa mujer, dijo el policía, mientras observaba que la sangre había pegado la peluca rubia de la mujer en el espejo lateral.
Los tajos vigorosos en las gargantas y la palidez habían convertido a la pareja en espantajos de cera.
Federico tenía en su mano el papel donde estaba anotado el trabajo que le confiaron. El escrito decía: "mañana ocupate de la dueña del comedor y del amante. Él es Verlanga y ella Doña Pola."
Federico entrecerró los ojos. Con Salvador volvieron sobre sus pasos. El perfume de rosa blanca de Doña Pola no lo olvidaron nunca.
"Epílogo Urbano"
Al fondo de Rivera y Rubén Darío, donde la perspectiva va buscando el vértice, aparece un triángulo oscuro, un abismo donde se precipitan los autos y los soñadores trasnochados.
En esa parte de Rivera se puede ver con nitidez el resplandor del infierno que arde por debajo de la inquietante línea del horizonte.

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