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Rafaela

Señora de ojos vendados que vive en los Tribunales

«Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden». La frase del Padrenuestro que causa cierto escozor cuando uno la recita, origina una obligación propia que se asume por el camino de la fe. Obliga a la persona que lo dice, no a la sociedad. La Sociedad no perdona: juzga, libera o castiga.
La justicia de los hombres puede acertar o no, pero su largo tiempo de procedimientos, investigación y ejercicio de la defensa hacen que uno no termine de saber si la demora es una forma de perdonar o una falla de la Señora de Ojos Vendados, que se olvida de los platillos de la balanza.
La larga historia, aparentemente delictiva, de la señora Cristina Fernández de Kirchner va dejando una estela de impunidad que protege a quienes deben protegernos. Ha salido un fallo después de larga espera, que a su vez anuncia otra larga espera por una legítima apelación. Los reiterados casos de corrupción que se han deslizado hacia el olvido hacen pensar en que la Señora que vive en los Tribunales de cuando en cuando se quita la venda, al menos de un ojo.
Otra forma de juicio es el social. Sus fallos son inmediatos, sin expedientes, instancias ni apelaciones. A menudo erróneos y otras veces justos, a despecho de los códigos civiles y penales. En la mesa del bar, el sillón de la peluquería, el encuentro de las veredas, están poblados de fiscales de entrecasa, donde cohabitan los defensores que dejan caer un descargo.
El empirismo que gobierna nuestros hechos cotidianos sin que lo sepamos, proviene de una palabra griega que se tradujo al latín como experientia; se usa para juzgar a otro según lo que a uno le parece a partir de la experiencia propia. Se opone al racionalismo. En estos tiempos han hecho su aparición las cámaras callejeras, una especie de «gran hermano» que sirve para entretenimiento de los noticieros y poca cosa más.
Las perogrulladas precedentes tienen una cabal demostración en el manejo público de los hechos privados a partir de noticiarios y redes sociales. Peor aun cuando existen organizaciones destinadas a denostar al rival, a descalificar al oponente, sin necesidad de recurrir a los argumentos. Ni hablar de las corporaciones periodísticas empeñadas en sembrar las dudas sólo con el manejo de los títulos. Llamar la atención con un título o plantear la verdad a partir de un error es una gimnasia que se advierte cada día. Por ejemplo, es curioso y hasta divertido leer los títulos de una publicación que reproduce los títulos de un «cronista» con respecto a la religión católica, con el disfraz de objetividad. Si uno no estuviera en conocimiento de la verdad, se tragaría el sapo de títulos mal intencionados, que se desmienten a sí mismos en el cuerpo de la nota, pero la duda queda planteada.
Juicio y prejuicio
Lo único cierto parece ser la duda. «Duda y estarás en lo cierto» es un clásico. Y otro más: «piensa mal que pensarás bien». Al sumergirnos en la historia reciente y más aún en la lejana, somos testigos de cuestionamientos graves que merecieron la condena del tribunal doméstico y la absolución o el olvido de la justicia republicana.
Los jueces, fiscales, defensores, abogados y los diversos brazos de la justicia, son seres humanos que pueden -valga la repetición- fallar en sus fallos. Nosotros también, pero nuestros errores u omisiones no suelen tener consecuencias dramáticas. Nosotros podemos abrir las puertas del cielo o las cavernas del infierno a nuestro antojo, sin que el reo se levante siquiera del banquillo, pero el alto tribunal de ojos vendados no tiene permitido hacerlo.
Las culpas encriptadas en fueros parlamentarios e inmunidades de altos funcionarios son el abono de nuestro descreimiento cotidiano. «Total no va a pasar nada» suele ser la conclusión del bar y la peluquería.
El Juez final
Como la Justicia Divina no da a conocer sus sentencias, todos nos sometemos al beneficio de la duda. La nuestra tiene en su base la moral, principio aplicado según la óptica de los tiempos. Moral viene del latín «mores», costumbres, y éstas son pasibles de que las hagamos variar según un manejo colectivo intangible a discreción de los administradores de justicia.
No es humanamente justo que se nos perdone, así como nosotros perdonamos, pero allí invocamos a un Juez que nos exige y nos ama. No es el caso de las páginas que engordan los expedientes.
Valga el final que dice: no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal, así no caemos en el riesgo de ser juzgados por jueces de por aquí, aunque invoquemos al de Por Allá. Mientras esperamos tal fallo -a veces inesperado- nos seguimos preguntando: ¿cuándo van a hacer justicia que coincida con lo que queremos?


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