En los últimos diez meses, Rosario ha experimentado un descenso significativo en los índices de homicidios, una caída del 64% según datos del Observatorio de Seguridad Pública de Santa Fe. Este cambio, el más notable en una década, refleja los resultados de estrategias implementadas desde el Ministerio de Seguridad de la Nación y el Gobierno de Maximiliano Pullaro. Sin embargo, esta mejora estadística no logra disipar por completo la incertidumbre que genera un sistema donde la violencia sigue siendo la moneda de cambio en el negocio del crimen organizado.
La disminución de los asesinatos responde a un plan integral que incluyó medidas como el control más estricto en las cárceles -donde líderes criminales convertían las celdas en oficinas del delito-, un aumento en los patrullajes policiales y reformas normativas, como la desfederalización del combate al narcomenudeo. Estas acciones lograron, al menos temporalmente, contener un problema que durante años pareció inabordable.
Sin embargo, el reciente asesinato de Andrés «Pillín» Bracamonte, histórico líder de la barra brava de Rosario Central, y de su ladero Raúl Attardo, evidencia que la estructura de violencia no ha desaparecido, sino que se mantiene como pilar del negocio criminal. Bracamonte encarnaba una figura emblemática y oscura, cuya influencia trascendía el ámbito deportivo para abarcar actividades ilícitas y vínculos políticos y económicos.
El caso de Bracamonte expone no sólo la ferocidad del entramado criminal, sino también las complicidades sistémicas que lo sostuvieron durante años. Desde el control de jugadores de fútbol hasta negocios vinculados a la construcción, su imperio estuvo marcado por la opacidad y las amenazas, mientras el Estado y las instituciones deportivas miraban hacia otro lado.
El allanamiento en la comisaría que tenía jurisdicción sobre el barrio de Arroyito y el Estadio de Rosario Central, tras el doble homicidio, subraya un problema estructural: la infiltración del crimen organizado en las fuerzas de seguridad. La sospecha de una «zona liberada» pone nuevamente en el centro del debate la necesidad de depurar instituciones que han facilitado, directa o indirectamente, el crecimiento de estas redes.
La pregunta que resurge ahora es si Rosario podrá mantener la tendencia de disminución de la violencia o si el doble crimen marcará el inicio de una nueva ola de enfrentamientos y ajustes de cuentas. La memoria colectiva de los rosarinos aún guarda las imágenes de la «guerra narco» que azotó la ciudad en años pasados, con índices de homicidios que la posicionaron entre las más violentas del mundo.
El desafío es monumental: desmantelar un negocio que ha tejido complicidades en todos los niveles, desde el poder político hasta el sector financiero. Este es el momento para que las autoridades profundicen las acciones que han mostrado resultados, pero también para que encaren, sin titubeos, las reformas estructurales necesarias.
La violencia no es sólo una consecuencia del crimen organizado, sino también el síntoma de un tejido social y estatal corroído por la indiferencia y la connivencia. Rosario ha respirado un poco en estos meses, pero sigue necesitando mucho más que alivios temporales. El futuro de su ciudadanía exige justicia, compromiso y una ruptura definitiva con las sombras del pasado.
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