Desde tiempo inmemorial, las sociedades se plantean cómo eliminar la pobreza y también, la desigualdad. Carlos Marx en su «Manifiesto Comunista» (1848), admirado por los logros del capitalismo, pensó que era un desafío fácil de resolver: y que bastaría con arrojar al maquinista burgués de la locomotora capitalista y reemplazarlo por un conductor proletario, creyendo que el tren continuaría funcionando con igual fuerza y, de este modo, las riquezas crecientes podrían distribuirse de forma igualitaria.
Pero la experiencia demostró que, sin las instituciones de la democracia liberal, la locomotora se enfría, el tren se detiene y la riqueza se esfuma. La China de Deng Xiao Ping lo advirtió en 1979; Europa del Este, en 1989; la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en 1991, y el resto de los países asiáticos, pocos años después. El único experimento cercano que aún subsiste es Cuba, un verdadero museo viviente de edificios derruidos, población hambreada, ancianos desprotegidos y jóvenes exilados. Poblada de «hombres nuevos», como soñaba el Che Guevara, ahora viejos, desilusionados y demacrados.
El debate sigue abierto en la política y la academia, pero esas malas experiencias de algo han servido. Ahora se sabe que no basta mover el dial entre libertad e igualdad para encontrar el punto de equilibrio que conjugue ambos objetivos. Ahora se conoce que, al mover esa aguja hacia la derecha o hacia la izquierda, también se alteran los incentivos para trabajar e invertir. Cuando se mueve hacia la derecha la riqueza abundará y se avanzará hacia la eliminación de la pobreza, pero habrá desigualdad, aunque los pobres se hagan ricos. Si se mueve hacia la izquierda, eliminando libertades como en Cuba, se afectarán los incentivos virtuosos, la economía se detendrá y se logrará igualdad cuando todos sean pobres.
En los países democráticos esa dicotomía se refleja al renovarse los gobiernos con oscilaciones entre socialdemócratas y liberales, progresistas y conservadores, aunque manteniendo las políticas de Estado. El voto mayoritario resuelve dónde posicionar el dial entre libertad e igualdad conforme a las preferencias colectivas. Como no hay solución perfecta, siempre habrá críticas, debates y cambios de tendencias.
En la Argentina esa evolución ha sido muy diferente. En nombre de la justicia social se ha empobrecido al país y se han distribuido ingresos de forma arbitraria mediante un burdo «populismo igualitario». En el año 2003, Néstor Kirchner, en su discurso ante la Asamblea Legislativa, anunció que reconstruiría «un capitalismo nacional que permita reinstalar la movilidad social ascendente» pues, a su juicio, «el mercado organiza económicamente, pero no articula socialmente» anunciando que pondría «igualdad allí donde el mercado excluye y abandona» mediante la intervención del Estado.
De allí en más, puso en marcha una política de saqueo a las arcas públicas, continuada por su esposa Cristina Kirchner, como jamás se vio en la historia argentina. Nada de ello fue resultado de disquisiciones filosóficas que hayan quitado el sueño a politólogos y economistas. Fue puro pragmatismo arropado en discursos igualitarios, invocando derechos humanos y ornados de símbolos patrios.
Desde entonces, en lugar de corregir las fallas del mercado, el mismo Estado se ha convertido en un bazar, como en la parábola de los mercaderes del templo. En sus despachos y ventanillas se transan decretos y resoluciones, contratos y designaciones para enriquecimiento personal, financiación de la política y desvío a bolsillos particulares.
En nombre de la igualdad, se han conformado «oligarquías» opulentas a través de un sinnúmero de canales de apropiación de lo público para amigos del poder. Contratistas y concesionarios venales, sindicalistas corruptos, proveedores privilegiados, directivos de empresas estatales, administradores de fideicomisos, gestores de la pobreza, usurpadores de tierras, litigantes contra el Estado e intermediarios de permisos de cambio, de licencias de importación, de excepciones municipales y de resoluciones en actividades reguladas han ascendido a la cúspide de la pirámide igualitaria. Con sobreprecios y retornos saben desviar recursos que deberían alimentar, vestir y curar.
Las empresas públicas, los entes autárquicos, la administración central, provincias y municipios reciben fondos inmensos que se canalizan a través de estructuras corruptas en nombre de la equidad y la inclusión. Hemos visto los bolsos de José López, los cuadernos de Centeno, los tragamonedas de Cristóbal López, los dólares en la Rosadita, los fajos de Florencia Kirchner, los millones de Máximo, las fortunas de los secretarios privados y -por supuesto- los hoteles para lavar dinero en El Calafate. Ya nada sorprende a los argentinos y para casi el 30% del electorado ese modelo «no quita derechos» aunque los convierta en letra muerta. Son los últimos estertores de un populismo igualitario que dice adiós por agotamiento terminal.
Nada hizo el peronismo para eliminar las causas de la pobreza. El terceto gobernante no aplicó ninguna política sustentable para reducir la desigualdad mejorando la educación de los jóvenes, el empleo privado de los mayores y el poder de compra de la moneda nacional. Solo se ha dedicado a atacar al Poder Judicial y a la prensa independiente para lograr la impunidad de la vicepresidente.
Recurriendo a la metáfora inicial: el tren carece de maquinista y nuestro ferrocarril avanza a ciegas, por una vía muerta que solo conduce a la igualdad catastrófica. Ha llegado el momento de retomar el control de nuestras vidas colectivas, dando fin a este experimento malhadado, impulsado con fines delictivos y que ha empobrecido a la Nación, en nombre de valores falseados.
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