«Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden». La frase del Padrenuestro que causa cierto escozor cuando uno la recita, origina una obligación propia que se asume por el camino de la fe. Obliga a la persona que lo dice, no a la sociedad. La sociedad no perdona: juzga, libera o castiga.
Otra forma de juicio es el social. Sus fallos son inmediatos, sin expedientes, instancias ni apelaciones. A menudo erróneos y otras veces justos, a despecho de los códigos civiles y penales. La relativa privacidad del bar, el coloquio de la peluquería, el encuentro de las veredas y otros tantos lugares móviles están poblados de fiscales de entrecasa, donde no habitan los defensores ni los que tímidamente dejan caer un descargo, que será rechazado con la contundencia de un dato cualquiera que eche por tierra el empirismo de la concurrencia.
El empirismo que gobierna nuestros hechos cotidianos sin que lo sepamos, proviene de una palabra griega que se tradujo al latín como experientia; se usa para juzgar a otro según lo que a uno le parece a partir de la experiencia propia. Se opone al racionalismo. Ejemplo: si usted ve que en la otra cuadra alguien dispara una pistola hacia otra persona, concluye de inmediato: un criminal acaba de matar a una persona inocente. Después se abre el abanico: 1) es efectivamente un frío criminal; 2) es un ofuscado que no soportó una situación injusta; 3) se defendió de una amenaza; 4) se le disparó un arma accidentalmente; 5) intervino para impedir que alguien abusara violentamente de una criatura. Y podemos seguir, pero lo primero será siempre la opción 1, hasta que se demuestra lo contrario. Como dicen los letrados, se invierte la carga de la prueba: es culpable hasta que se demuestre lo contrario. En estos tiempos han hecho su aparición las cámaras callejeras, una especie de «Gran Hermano» que sirve para entretenimiento de los noticieros y poca cosa más.
Las perogrulladas precedentes tienen una cabal demostración en el manejo público de los hechos privados a partir de noticiarios y redes sociales. Peor aun cuando existen organizaciones destinadas a denostar al rival, a descalificar al oponente, sin necesidad de recurrir a los argumentos.
Apariencias
Las llamadas «fake news» o las «bad news» son moneda corriente y acaso no estamos suficientemente preparados para separar la paja del trigo, pero es bueno empezar por saber que existen y que son moneda corriente entre los personajes públicos y privados. En estos tiempos, la fábrica de calumnias, las operaciones de prensa para difamar o ensalzar, convierten a las redes sociales en un entretenido telar de juicios y sentencias.
No todo es lo que parece. Recuerdo el ejemplo conocido de la pareja que está viajando en avión; la esposa duerme y en determinado momento una turbulencia hace caer a la azafata que pasaba por allí y queda abrazada al hombre en su asiento. En ese momento despierta la mujer y se encuentra con la escena. No es lo que parece, pero habrá que demostrarlo con testigos antes de que el fallo pase a mayores.
Juicio y prejuicio
Lo único cierto parece ser la duda. «Duda y estarás en lo cierto» es un clásico. Y otro más: «piensa mal que pensarás bien». Al sumergirnos en la historia reciente y más aún en la lejana, somos testigos de cuestionamientos graves que merecieron la condena del tribunal doméstico y la absolución o el olvido de la justicia republicana.
Otra perogrullada: los jueces, fiscales, defensores, abogados y todos los diversos brazos de la justicia, son seres humanos que pueden -valga la repetición- fallar en sus fallos. Nosotros también, pero nuestros errores u omisiones no suelen tener consecuencias dramáticas. Nosotros podemos abrir las puertas del cielo o las cavernas del infierno a nuestro antojo, sin que el reo se levante siquiera del banquillo, pero el alto tribunal de ojos vendados no tiene permitido hacerlo.
Las culpas encriptadas en fueros parlamentarios e inmunidades de altos funcionarios son el abono de nuestro descreimiento cotidiano. «Total no va a pasar nada» suele ser la conclusión del bar y la peluquería.
Como la Justicia Divina no da a conocer sus sentencias, todos nos sometemos al beneficio de la duda. La nuestra tiene en su base la moral, principio aplicado según la óptica de los tiempos. Moral viene de «mores», costumbres, y éstas son pasibles de que las hagamos variar según un manejo colectivo intangible a discreción de los administradores de justicia.
No es humanamente justo que se nos perdone así como nosotros perdonamos, pero allí invocamos a un Juez que nos exige y nos ama. No es el caso de la ínclita Mirtha Legrand cuando afirmaba «no soy rencorosa sino memoriosa». Lo segundo subraya lo primero, que se vuelve doblemente vengativo.
Valga el final que dice: no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal, así no caemos en el riesgo de ser juzgados por jueces de por aquí, aunque invoquemos al de Por Allá. Mientras esperamos tal fallo -a veces inesperado- nos seguimos preguntando: ¿Cuándo demonios van a hacer justicia que coincida con lo que queremos?